En todas las categorías animales existen especies que parecen contradecir un poco lo habitual dentro de sus respectivos grupos.

Es por ejemplo el curioso caso del ornitorrinco (Ornithorhynchus anatinus), un mamífero poniendo huevos, el saltarín del fango (Periophthalmus papilio), un pez que se mueve fuera del agua, o el caso del que se trata en esta ocasión, un ave que no vuela.

Se trata de una de gran porte que habita en el continente de Oceanía y que ciertamente perdió hace muchísimas generaciones y parientes más o menos lejanos, la capacidad de volar.

Hablo del emú (Dromaius novaehollandiae), ave conocida y pariente de sus primos no menos populares, el avestruz africano (Struthio camelus) y el ñandú sudamericano (Rhea americana). Sin contar que también en su propio continente vive otro más, el imponente casuario (Casuarius casuarius).

Pues bien, habréis de saber que, al menos según las antiquísimas tradiciones indígenas de los habitantes de su zona, al parecer en los inicios de los tiempos los emúes eran capaces de volar, pero un comportamiento poco adecuado les privó de esa capacidad.

Es curioso además que la leyenda tradicional que nos relata esa historia implica además a otro icónico habitante de la fauna australiana, como es el simpar koala (Phascolarctos cinereus).

Nos remontaremos muy atrás en el tiempo. Al inicio de todo, los animales habían sido creados y en principio vivían en una armónica paz, con espacio y comida abundante para todos y cada uno de ellos.

Sin embargo, con el paso de las estaciones y los años, las cosas comenzaron a torcerse poco a poco. Algunos comenzaron a pensar que sus habilidades eran superiores a los demás y que por tanto debían mandar sobre los otros.

Las peleas y trifulcas comenzaron a ser habituales y los fuertes o astutos prevalecían sobre los débiles.

Sin embargo, contra todo pronóstico, los animales tuvieron un último acceso de cordura y entre todos lograron ir conduciendo de nuevo la situación hacia la paz inicial.

Pero uno de ellos un ave elegante y altiva, el emú, no estaba de acuerdo. Se consideraba un animal inteligente grácil y especial, capaz de correr rápido y volar con facilidad hasta la copa de los más altos árboles, creía que no había nadie más indicado para ser el jefe de los demás.

No desperdiciaba la ocasión, cada vez que se cruzaba con algún otro animal, para expresar esas opiniones, a menudo faltando a los demás.

Para el Señor de los Montes, no había pasado desapercibido ese comportamiento, pero no había querido intervenir, hasta que un buen día no pudo más y decidió que algo tan irrespetuoso para con el resto de animales, debía tener consecuencias.

Coincidió que ese día concreto, el emú se topó en su camino con el simpático koala, que se convirtió en el blanco de sus críticas.

Le dijo que un animal completamente sin importancia como era, debía aceptar que otro superior les liderara. Consideraba que alguien como era el propio emú, inteligente, elegante, veloz en tierra y en el aire, fuerte y con buenas ideas, sin duda era el más indicado y que un segundón como el koala, debía agradecer que asumiera esa tarea.

El pobre koala no sabía muy bien cómo salir del embrollo y además se sentía menospreciado, pero aguantaba el chaparrón como podía.

Pero mientras, desde las alturas, el Señor de los Montes, decidió que ya estaba bien y se aprestó a dar una lección al prepotente emú.

El ave no paraba de vanagloriarse ante el koala. Pero de pronto el marsupial observó algo extraño, ya que mientras el ave seguía alabándose a sí misma, su cuerpo comenzó a cambiar.

Creció todavía más y sobre todo engordó, mientras sus alas se iban reduciendo de tamaño y su pico aumentaba hasta cambiar su rostro por completo.

Cuando el propio emú se dio cuenta de que algo pasaba y se dirigió a un estanque cercano para observarse en el reflejo del agua, quedó horrorizado.

Comenzó a aullar intentando levantar el vuelo, pero vio que ahora le era imposible, lo que aumentó su agobio mientras corría en todas direcciones, dando pie a un espectáculo inesperado que asustó al pobre koala.

Este último no tuvo mejor idea que trepar rápido al árbol más cercano, presa del pánico por los hechos increíbles que acababa de contemplar.

Y así pasó todo. Desde entonces, el emú es más feote, grandón, torpe y por supuesto no puede volar, mientras que el koala decidió que en lo alto de los árboles se estaba mejor, más protegido y con mucha comida, por lo que ahora vive allí arriba.

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