Perrita psicoanalista
Este pasado 6 de Mayo, se recordaba en diversos medios el 160 aniversario del nacimiento del padre del psicoanálisis moderno: El Doctor Sigmund Freud.
Nacido en 1856 en la región entonces conocida como Moravia, perteneciente hoy a la República Checa, poco se puede añadir a los ríos de tinta que ha hecho correr Sigmund Freud desde que revolucionó su disciplina con sus estudios y teorías.
Sin embargo, con todo y con eso, hay todavía algunos aspectos de su biografía que no son tan conocidos y que afectan más de cerca al espíritu de MISTERIO ANIMAL.
A lo que me refiero en concreto es a la relación que ya en el otoño de su vida, tuvo Freud con los perros y sobre todo con uno, en realidad una, en especial.
Fue de hecho contando con 72 años cuando al doctor le regalaron un cachorro hembra de raza Chow Chow, a la que pusieron el nombre de “Lün”. Para sorpresa de todos, Freud desarrolló un apego especial hacia la perra y todos vieron que fue un acertado regalo.
Sin embargo, el animal no le acompañó todo lo que hubiera podido estar, pues un verano estando de vacaciones en su residencia en Baviera, en plenos Alpes, la perra se despistó y la perdieron de vista cerca de la estación de ferrocarril a donde habían ido a despedir a una visita.
Por mucho que buscaron no la encontraron hasta que cuatro días después desgraciadamente localizaron su cadáver cerca de las vías.
El doctor acusó tanto el golpe que su hija Anna decidió regalarle otro Chow Chow. Llegó así “Jolfie”, la que se convertiría en su perra inseparable y contra todo pronóstico en su asistenta personal.
Junto a ella, Freud desarrolló un sentimiento de amor y comprensión hacia los perros que ya no le abandonaría hasta su muerte. Ambos se hicieron uña y carne.
Como gran observador de la naturaleza humana, aprendió a comprender también la perruna y le gustaba comentar a sus amigos que según su opinión los perros tenían una innata capacidad para calibrar y discernir qué humanos desprendían “amor” y cuáles “odio”, algo que los propios humanos estaban lejos de identificar correctamente.
Años más tarde, ya enfermo del cáncer de mandíbula que finalmente se lo acabaría llevando, no tuvo reparos en confesar al periodista George S. Viereck, que en esa última fase de la enfermedad se había dado cuenta que prefería la compañía de los animales a la de los hombres, pues aun siendo salvajes eran de emociones más simples y directas y no tenían la maldad de los seres humanos, conociendo lo bueno y lo malo sin hipocresía ni confusión y transmitiendo siempre positividad.
No cabe duda de que la relación que Freud construyó con Jolfie fue realmente especial y llamativa. Desde el principio can y hombre congeniaron a la perfección y en pocos meses casi se entendían solo con la mirada.
Pero lo más interesante sucedió un día en el que el doctor permitió que la perra le acompañase durante una de sus sesiones en su gabinete de trabajo ubicado en el número 19 de la calle Berggasse, en pleno centro de Viena, lugar donde también estaba su domicilio habitual.
A Freud le pareció percibir una sensibilidad especial del animal con respecto a las emociones y sensaciones que dejaba traslucir la conversación con su paciente y como persona de ávida curiosidad decidió no quedarse en la anécdota e investigar un poco ese terreno.
De ese modo, la perra comenzó a convertirse en una compañera habitual de sus sesiones y Freud pronto fue capaz de identificar una serie de pautas de conducta en correspondencia con determinadas emociones de sus pacientes.
En sus notas llegó a destacar las dotes de su perra calificándola de inteligente e instintiva. Precisaba todavía más, indicando que la observación de sus reacciones con unos y otros pacientes le ayudaba a tener más pistas, que sumadas a sus propias impresiones, le permitían después elaborar diagnósticos más certeros.
En concreto le divertía mucho que la perra en no pocas ocasiones se levantaba y se acercaba hacia la puerta de salida como si diera por terminada la sesión y señalando que allí ya no había más que rascar. Lo que era todavía más curioso es que en todas esas ocasiones el propio doctor estaba ya pensando lo mismo en ese instante y a punto de levantarse y finalizar, aunque la perra indefectiblemente le tomaba la delantera.
Al final Freud llegó a considerarla un apoyo realmente valioso y dedicaba casi tanto tiempo durante la sesión a hablar y observar a su paciente como a vigilar el comportamiento y reacciones de su querida Jolfie.
Incluso llegó a servirse de su ayuda para trabajar durante sesiones en las que utilizaba la hipnosis, siendo para él especialmente relevantes las reacciones del animal cuando el sujeto estaba hipnotizado y libre de barreras mentales.
Ni que decir tiene que también disfrutaba con Jolfie de sus momentos de ocio, siendo especialmente apreciados por los dos sus paseos por los alrededores de su casa de vacaciones alpina.
Esta colaboración entre ambos llegó a durar siete años, hasta 1937, año en el que la perrita falleció tras un ataque cardíaco.
Fue un duro golpe tanto para el doctor como para su familia, que se habían encariñado también totalmente con el animal.
Freud, que entonces comenzaba ya a verse afectado por su enfermedad, pasó una temporada especialmente difícil, tanto es así que sus hijos decidieron regalarle un tercer Chow Chow intentando mitigar así su dolor.
La nueva perrita fue bautizada como “Lün II” en recuerdo de la primera, pero desgraciadamente, fue una época convulsa, lo que hizo que ya no pudiera desarrollar con ella un vínculo tan especial como creó con Jolfie.
Los Freud hubieron de mudarse a Londres y recomenzar su vida desde allí cuando Alemania se anexionó Austria y por si fuera poco, la enfermedad comenzó a avanzar con más rapidez, por lo que el doctor ya no pudo compartir tanto tiempo con la perrita al irse deteriorando sus facultades.
Finalmente, en Septiembre de 1939, Sigmund Freud moriría, aunque su legado todavía perdura con viveza a la vez que sigue plenamente vigente y entre todos los aspectos del mismo también debemos recordar trocitos de su historia como el de su especial ayudante, la increíble Jolfie, sin duda la primera perrita psicoanalista “profesional”.
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