Peligro en el agua
La localización de fuentes de agua siempre ha sido una necesidad vital para el ser humano. De ahí que haya buscado desde tiempos remotos ubicarse cerca de ellas o al menos en lugares en los que pudiera servirse de las mismas sin demasiadas dificultades.
Por esa misma necesidad, la existencia de un ser terrorífico que además impidiera a los hombres acceder a ese agua tan preciada, le convertiría sin duda en algo todavía más espantoso.
Pero eso mismo es lo que temen desde tiempos inmemoriales por tierras mexicanas, podríamos decir que desde la época del gran pueblo azteca.
Pues para ellos era innegable la existencia de una criatura realmente peligrosa en sus aguas, a la que denominaban “Ahuízotl”.
Ya en el siglo XVI, en la lejana España se pudo saber de este ser gracias a la información del misionero Fray Bernardino de Sahagún, que en algunos de sus escritos transmitía las aterradoras leyendas de los pueblos del otro lado del océano, hablando de lo que para ellos era una sobrecogedora realidad.
Según los aztecas, en sus ríos, manantiales y lagos, habitaba una criatura que aterrorizaba a todos en los momentos en los que no tenían más remedio que acercarse a las fuentes de agua para suministrarse del preciado líquido.
Y eso era así porque si tenían mala suerte podían acabar sus días arrastrados a las profundidades de las aguas por el ahuízotl.
Al parecer era este un ser del tamaño de un perro, con el pelaje negro, suave y corto. Su cabeza tenía en parte rasgos felinos con orejas cortas y redondeadas como las de los gatos. Sin embargo sus características más extrañas eran tener el dorso espinoso al estilo de un puerco espín y manos y pies como las de los monos.
Si bien, en alguna crónica es conocido como por ello como “El Espinoso”, hay fuentes que también indican que más que espinas en sí mismas, en realidad era el aspecto que presentaba su pelaje corto al salir húmedo del agua.
De hecho, se sugiere que su propio nombre deriva de la combinación de los vocablos “A/Atl”, como “agua” y “Huiz/Huiztli”, como “espina”.
Aunque más allá de lo demás, su principal rasgo diferencial y distintivo era una cola larga y fuerte que terminaba en otra mano más.
Lo que le hacía tan peligroso es que emboscaba a los aldeanos y por sorpresa les atacaba, agarrándoles con la mano de su cola y arrastrándoles hacia el fondo del agua merced a su gran fuerza, mayor que la de cualquier humano.
Según cuentan, por si fuera poco, no le faltaba astucia, pues utilizaba varios métodos para atraer a sus víctimas. Por ejemplo, era capaz de dar órdenes a los peces y anfibios, a los que pedía que armaran alboroto en el agua, lo que atraía a la persona que estuviera por allí, pensando en una captura fácil, para encontrarse en realidad con su perdición en la figura del ahuízotl.
En otras ocasiones, se plantaba en la orilla y sollozaba quedamente imitando a un niño pequeño, hasta que atraía a algún incauto que no reparaba en su error hasta que era demasiado tarde.
Parece que tenía especial predilección por emboscar y perseguir a cualquier persona que sospechara llevara encima alguna piedra preciosa, pues eso enfadaba a los dioses, que no querían que los hombres las poseyeran. La criatura actuaba entonces como una especie de vengador en su nombre.
Sin embargo es curioso que una parte de la leyenda habla de que el ahuízotl también buscaba entre los humanos que se le acercaban a aquellos más puros de corazón y si bien los capturaba y producía la muerte como al resto, en ese caso era con el objetivo de que ascendieran directamente al cielo de los dioses, para estar junto a ellos.
En el apartado siniestro, por el contrario, se dice que cuando aparecía en las aguas el cadáver de algún infortunado, una de las maneras de saber si era obra del ahuízotl era fijarse en el cuerpo. Si le faltaban los ojos, los dientes y las uñas, no había duda.
En la época de mayor esplendor de la ciudad de Tenochtitlán, el lago que se encontraba en sus proximidades se convirtió en el epicentro y pudiera ser que el origen, de la historia legendaria de esta misteriosa criatura.
Desde ahí se fue expandiendo y quedando registrado en los diversos códices que fueron escribiéndose en la época, como por ejemplo el Florentino, el de Mendoza o el Telleriano Remensis, al que pertenece la imagen junto a estas líneas.
Sin duda, este ser caló hondamente en el imaginario de los habitantes de aquellas tierras por generaciones, hasta haber llegado su recuerdo a nuestros días.
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