La leyenda de Fray Anselmo
La historia que os relato hoy tuvo lugar según cuentan en México D.F., la capital del país. Hace mucho tiempo, casi trescientos años, vivía en la calle de San Diego (la que hoy en día vendría a ser la calle Doctor Mora, en la parte Oeste de la Alameda Central de la capital), una familia ejemplar: Don Lorenzo Baena, su esposa doña Catalina y el hijo de ambos, un inteligente joven llamado Jorge.
Era don Lorenzo un hombre de buen corazón, aparte de ser un rico y respetado comerciante, que no eludía su obligación moral de hacer el bien sin mirar a quién, y no faltaban los mendigos que acudían diariamente a su casa para recibir un plato de sopa caliente. Visitaba a los enfermos y siempre ofrecía atinados consejos o palabras consoladoras a quién se lo solicitara. Su generosidad alcanzaba también, especialmente, a los humildes padres del convento de San Diego, muy próximo a su residencia.
No pasaba día sin que él o doña Catalina se presentaran para llevar alguna ayuda. Entre los religiosos tenían un gran amigo, fray Anselmo, alma pura y sencilla consagrada al servicio de los más pobres, que a diario recorría los barrios pudientes de la cuidad, mendigando para luego llevar su cosecha a los más pobres y desprotegidos. Nunca aceptaba la ayuda de la familia Baena, decía que Dios le proveía de lo necesario para sus pobres. Pero eso sí, aceptaba que sus bienhechores costearan las velas y las flores para que el templo siempre estuviera bien arreglado.
Ocurrió que sin saber bien porqué, los negocios de don Lorenzo comenzaron a ir de mal en peor. Fletó un barco cargado de mercancías de la lejana China para Perú, y el barco fue apresado por los piratas y se perdió la carga y la nave. Otro cargamento que compró y que venía también por barco, zozobró, perdiéndose todo nuevamente; un cargamento de plata que iba hacia las provincias de Occidente fue asaltado por indígenas, pero en este caso concreto lo peor no fue la nueva pérdida económica, sino que su hijo Jorge iba embarcado en el buque y murió asesinado en el ataque.
El hecho llenó de dolor al matrimonio y una tristeza infinita fue apoderándose de la infeliz madre, que no pudiendo soportarla amaneció muerta una mañana no mucho después.
De este modo el pobre don Lorenzo se vio solo, lo que agudizó sus problemas económicos y ocasionó que tuviera que vender todos sus muebles y al final incluso su casa. Con las estrecheces llegó también la desbandada de amigos, de esos que tanto buscaban de su compañía cuando era rico y que ahora desaparecieron uno por uno.
El pobre hombre casi en la miseria no tuvo más remedio que mudarse a un barrio humilde donde le daba para pagar apenas una habitación y sobrevivía con los pocos ahorrillos que conservó tras la venta de sus pertenencias. Pero a pesar de tal cúmulo de circunstancias adversas su bondad nunca lo abandonó. Asistía diariamente a misa y procuraba todavía hacer lo mejor por la gente que lo rodeaba.
Un día, logró enterarse de que en pocos días estaba por llegar una embarcación del lejano Oriente que venía cargada de mercancías para negociar. El hombre pensó que esa podría ser su oportunidad para empezar a levantar cabeza de nuevo siempre que consiguiera llegar a comprar artículos del cargamento, quizá seda o porcelana, para poder a su vez revenderlos después.
Calculó que con quinientos pesos sería suficiente para intentarlo por lo que con ánimo renovado Intentó encontrar quién le prestara ese dinero para poder acometer la empresa, pero todas las puertas que antes se le abrían de par en par las encontró cerradas a cal y canto. Nadie estaba dispuesto a ayudarle.
Derrotado y ya como último recurso desesperado, acabó presentándose ante las puertas del convento de San Diego en busca de su viejo amigo fray Anselmo con la loca esperanza de que el religioso pudiera encontrar alguna solución a su problema.
El fraile le oyó contar todas sus penas con atención y cariño, pero con gran dolor tuvo que decirle que él no podía ser su solución ya que el convento no disponía de fondos. De hecho él mismo no tenía nada pues hasta el hábito nuevo que le había proporcionado su orden hacía poco lo había acabado regalando a un pobre.
Le confesó que nada le haría más feliz que poder ayudarle en esos momentos difíciles pero que ni siquiera había visto nunca tal cantidad de dinero junta.
En la fría y austera celda el bueno de fray Anselmo miró suplicante hacia el crucifijo colgado en la pared, implorando un poco de ayuda divina. De improviso se fijó en que justo en esa pared un gran alacrán bajaba hacia el suelo. Se acercó y cuando estuvo a su altura lo cogió con suavidad sin que el artrópodo hiciera ningún ademán agresivo y lo envolvió con cuidado en un pañuelo.
Acto seguido se acercó a don Lorenzo que lo observaba con curiosidad y le dijo: “Toma hermano, vete al Monte de Piedad de las Ánimas, que estoy seguro de que algo te darán por el animal y que Dios te bendiga”.
El otro cogió el paquete sin saber muy bien cómo reaccionar pensando que al pobre fraile le había dado un pequeño arranque de locura, pero como le quería y respetaba realmente acabo viéndose camino del Monte de Piedad.
Cuando llegó frente al mostrador, sorprendiéndose a sí mismo de haberse presentado allí al final, no pudo por menos ya de cerrar los ojos y presentar el envoltorio a la persona al otro lado, presto eso sí para oír sus burlas y ser sacado de allí a empujones.
Temblando y con los ojos entreabiertos a duras penas, don Lorenzo vislumbró como el hombre del Monte lentamente comenzaba a desenvolver el paquete, pero entonces sucedió algo fuera de toda lógica.
El hombre soltó una profunda exclamación que hizo que el primero le mirase súbitamente y pudiera contemplar un tremendo asombro pintado en su rostro. Entonces levantó la vista y le preguntó: “¿Señor, cuánto quiere por esta maravilla?”
Sin dar crédito a lo que oía, don Lorenzo miró hacia el desenvuelto paquete y lo que vio le dejo ahora a él con la más absoluta expresión de incredulidad reflejada en su semblante.
Y no era para menos puesto que el alacrán se había convertido en una increíble joya con su forma, pero de oro macizo y cuajado de diamantes, esmeraldas y rubíes.
Antes de que don Lorenzo pudiera siquiera balbucear algo, el otro le ofreció tres mil pesos por la joya, que nuestro protagonista aceptó encantado y todavía buscando una explicación a lo que allí había ocurrido.
De este modo, cuando llegó aquella nave cargada de mercancía, pudo comprar los suministros necesarios para poder empezar a hacer negocios de nuevo y comenzar a recuperarse.
Y así sucedió. Con bríos renovados en pocos meses había logrado rehacer su fortuna, recuperar su antigua casa e incluso a la mayoría de sus amigos, a quienes a pesar de que lo abandonaron en los malos momentos no hizo reproches pues seguía siendo buena persona.
Por supuesto continúo haciendo buenas obras como antaño y llegó el momento en que quiso ocuparse de quién de veras le ayudo de la manera más inesperada en su peor momento.
Así que un buen día volvió al Monte de Piedad y recuperó la joya del alacrán que allí seguía, para encaminar sus pasos de nuevo hacia el convento de San Diego. Encontró a su querido fray Anselmo en su celda con un pequeño pajarillo entre sus manos al que había dado algo de alimento y que le trinaba agradecido por sus cuidados. Al ver a su visitante el religioso lo dejó con cuidado en el enrejado de su ventana para que al animalillo levantara el vuelo contento.
Don Lorenzo le dio un fuerte abrazo y sin más procedió a explicarle todo lo que le había sucedido desde su último encuentro haciendo especial hincapié en el increíble episodio del Monte de Piedad.
Alabando la bondad de Dios y agradeciéndole especialmente a fray Anselmo aquella ayuda fundamental, sacó de su bolsillo un envoltorio que le entregó con lágrimas en los ojos al fraile.
Éste con parsimonia y una sonrisa en el rostro se acercó a la misma pared en la que se inició todo, una vez frente a ella desenvolvió con cuidado el paquete y susurró: “Sigue tu camino criaturita de Dios”.
Y entonces ante, una vez más, el indescriptible asombro de don Lorenzo, del envoltorio salió tranquilamente aquel alacrán que fray Anselmo recogió con cuidado el día que le pidió ayuda desesperado. El animal se quedó quieto unos instantes y después comenzó lentamente a trepar por la pared hasta desaparecer entre la techumbre, ante la incrédula mirada de don Lorenzo y la sonrisa cómplice del fraile.
Etiquetas: Leyendas
Categorías: Invertebrados • Leyendas
Escribir comentario