Hoy quiero compartir con vosotros otra historia que emociona por cuanto habla de una relación muy especial entre una singular persona y unos imponentes mamíferos.

A través de ella veréis una vez más cómo entre los humanos y nuestros vecinos del reino animal pueden crearse vínculos increíbles si nos lo proponemos y no los tomamos simplemente como algo para nuestro uso y beneficio.

Debemos desplazarnos a tierras sudafricanas para comenzar con la historia. Eso puede ser que os proporcione ya una pista sobre la identidad de los protagonistas de cuatro patas.

Allí, en la poblada ciudad de Johannesburgo, nacía el 17 de septiembre de 1950 la persona que con el tiempo lograría esa maravillosa relación con ellos. Hablo del que se convertiría en afamado conservacionista, Lawrence Anthony.

No voy a glosar tampoco su biografía al detalle, baste indicar que siguiendo los negocios en el sector de los seguros del padre, la familia se mudó a la región de Zululand, antiguo territorio histórico del pueblo zulú, cuya ciudad más poblada hoy en día es Durban.

Sus primeros pinitos laborales fueron precisamente con su padre, haciendo también incursiones en el terreno inmobiliario, aunque siempre mostró un gran interés y curiosidad por las relaciones con las tribus locales, sus costumbres, modos de vida y sobre todo por el medio natural.

Por ello, como no le había ido muy mal y había conseguido su propio dinerillo, a mediados de la década de 1990 decidió dar un vuelco a su vida comprando nada menos que una antigua reserva de caza llamada Thula Thula y con más de 2.000 hectáreas de extensión, con el propósito de convertirla en un refugio silvestre y un punto para el turismo de naturaleza.

La reserva pronto tomó forma y comenzó a funcionar tal como había imaginado Lawrence, que además, merced a sus buenas relaciones con los habitantes locales, había conseguido que éstos vieran la iniciativa como algo beneficioso para todos. Con ello empezó también a ir aumentando el buen nombre de su fundador en el mundillo conservacionista.

Sin embargo, el suceso que a la larga desencadenó la cadena de acontecimientos que le convertirían en mundialmente famoso por una peculiar amistad, ocurrió un día indeterminado cuando le reclamaron por un grupo de animales que había estado causando problemas cerca de la reserva.

Estos no eran otros que los segundos protagonistas a los que me refería en el párrafo inicial. Esos imponentes mamíferos que describía, por todos conocidos. Una especie icónica de África. El majestuoso elefante africano.

Una pequeña manada que los testigos contaban de entre 5 y 9 ejemplares, había causado algunos destrozos en una parte de la verja delimitadora de la reserva de Thula Thula, quizá como si nos les gustara que eso estuviera ahí impidiéndoles su tránsito natural.

Como quiera que no contaban con ese obstáculo, habían estado vagabundeando por algunos poblados cercanos y los habitantes los consideraban un peligro. Por ello había quién había buscado la ayuda de Lawrence antes de que hubiera daños mayores, tanto porque alguna persona resultara lastimada o porque los hombres abatieran algún animal.

El naturalista se hizo cargo de la situación de inmediato y se propuso rescatar y dar cobijo a los paquidermos. Con gran tesón y no poco esfuerzo, logró que tras unos días de frenético trabajo los animales se internaran en su reserva y avanzaran hacia el interior. Reparó todo el vallado dañado y confío en que al encontrarse en un entorno tranquilo la manada decidiera no moverse mucho y se estableciera en el parque, a salvo de los humanos.

En un principio así sucedió y fue entonces cuando Lawrence comenzó su extraordinaria relación con los elefantes al ir a visitarlos con regularidad para comprobar que evolucionaban bien. Pronto se dio cuenta de que había una elefanta que mandaba en la manada, a la que bautizó como “Nana”.

Por increíble que parezca entre ella y el hombre se estableció desde el principio una amistosa curiosidad que hizo que poco a poco la confianza entre ellos fuera aumentando y por ende, la manada al ver a su lideresa tranquila en presencia del hombre, le fuera aceptando también.

Lawrence comenzó a pasar más y más tiempo en compañía del clan, llevándoles heno fresco y compartiendo momentos con ellos desde el techo de su jeep y más adelante incluso a pie firme entre los colosales animales, que, no lo olvidemos, seguían siendo salvajes.

Con el tiempo su relación fue estrechándose y Lawrence comenzó a ser casi uno de ellos, mientras sus logros estaban ya en boca de todo el mundillo y comenzaron a ser testimoniados por otros científicos y visitantes que podían ver in situ la extraordinaria interacción entre el hombre y sus enormes amigos.

Muchos fueron testigos de momentos impagables como el poder contemplar cómo la matriarca Nana se acercaba a Lawrence y le acariciaba con su trompa a la vez que permitía que él le acariciara la cabeza, o poder ver como un soberbio macho, “Mnumzane”, que había visto crecer desde pequeño y se había convertido en el macho alfa del grupo, se acercaba majestuoso a saludarle o le acompañaba gustoso en algún paseo.

En la reserva existe un pequeño hotel rural en el que se alojan los visitantes y en el que también se han vivido experiencias como el poder ver a los elefantes bebiendo del agua de la piscina o incluso a algún joven juguetón duchando a algún incauto visitante. A veces incluso también se han vivido momentos de tensión, como en alguna escasa ocasión en la que los elefantes se mostraron agresivos con alguien que les había asustado o amenazado. Pero en ese escaso par de ocasiones todos acabaron admirados al ver cómo Lawrence era capaz de interponerse y calmar a los animales con su sola presencia.

No era raro verle abrazado a alguno de los ejemplares, sobre todo Nana, hablándole dulcemente. Esos mágicos momentos le valieron el sobrenombre con el que sería conocido ya para siempre “El susurrador de elefantes”, el hombre que susurraba a los elefantes.

En alguna ocasión sus actividades le exigían viajar fuera de la reserva por unos días. A todo el mundo le maravillaba ver cómo a su vuelta, indefectiblemente, como si lo supieran de alguna forma y no importando en qué parte de la reserva estuvieran, los animales, con Nala a la cabeza, se acercaban hasta el jardín de su casa para saludarle y darle la bienvenida. Era como si tuvieran constancia de su vuelta aunque estuvieran a kilómetros de distancia.

Durante los años siguientes la manada fue prosperando y aumentando su número y la relación de los nuevos ejemplares con su protector se fue revelando igual de estrecha que la que tenían los ejemplares iniciales.

Eso se veía en sucesos como el que ocurrió con una joven hembra que dio a luz una cría que no estaba bien y que por increíble que parezca buscó la ayuda y el auxilio de Lawrence y su familia, quiénes se hicieron cargo de la elefantita a la que llamaron “Thula” para intentar sacarla adelante.

En los días siguientes los animales, incluida la madre, iban a diario a visitar a Thula, pero luego, como si de alguna extraña manera supieran que con los humanos tenía más posibilidades, regresaban al interior del parque.

Desgraciadamente la pequeña Thula tenía una enfermedad congénita que a pesar de los cuidados de los Lawrence no pudo superar y ese triste desenlace dio lugar a otro hecho extraordinario, puesto que Lawrence, escoltado por la manada, llevó a la pequeña en su jeep hasta su zona habitual de descanso y allí la depositó para permitir que los elefantes, como tienen por costumbre, pudieran velarla, cosa que hicieron permitiendo como algo natural que Lawrence la velara con ellos. Hecho este insólito y sin antecedentes conocidos.

Durante todos esos años fueron infinidad los detalles y anécdotas que revelaron a todo el mundo que lo que en Thula Thula había nacido era algo sin parangón que asombraba a propios y extraños.

Pero el inquieto Lawrence Anthony no estaba dispuesto a quedarse ahí y se embarcó en otra campaña alucinante que aumentó todavía más su prestigio internacional.

Era 2003 y los Estados Unidos habían invadido Iraq. Un pequeño grupo de amantes de los animales local contactó con otra organización que a su vez buscó la ayuda de Lawrence para una empresa nada convencional. Se trataba de salvar a los animales del zoológico de Bagdad, atrapados en medio del conflicto.

Contra todo pronóstico, la operación de salvamento se acabó llevando a cabo liderada sobre el terreno por el propio Lawrence. No lograron salvar a la totalidad de los animales, pero sí a una buena parte, en una hazaña conservacionista encomiable, por la dificultad y los peligros que comportaba.

Esa emocionante historia acabó llegando a oídos del periodista Graham Spence, que encantado con ella transmitió a Lawrence que tenía que ser conocida en todos sus detalles por el gran público, por lo que le sugirió ayudarle a escribir un libro en el que se relataran los hechos. Así fue y en 2007 veía la luz “Babylon’s Ark”, el libro que habían creado en conjunto.

Pero esa colaboración iba a traer algo más y es que Spence quedó maravillado con la personalidad de Lawrence y por su también increíble historia de amistad con los elefantes de su reserva, por lo que se pusieron de nuevo manos a la obra y en 2009 publicaron “The Elephant Whisperer”, el libro que definitivamente hizo que la extraordinaria aventura de Lawrence y sus paquidermos fuera mundialmente conocida, asombrando a todos por ser del todo inusual y por el misterio que encerraba esa conexión entre un hombre y unos animales que no habían dejado de ser salvajes.

Lawrence Anthony no dejó tampoco de colaborar en otros proyectos conservacionistas, como el que emprendió para salvar a los últimos rinocerontes africanos, que sirvió para que Graham Spence y él comenzaran la que sería su tercera colaboración literaria.

Era 2012 y el infatigable hombre había viajado hasta Durban para asistir a la Gala de la Conservación. Sin embargo, el destino quiso que su historia llegara al final precisamente allí y el 2 de marzo, Lawrence Anthony fallecía de un infarto de miocardio.

Los habitantes de la casa familiar en Thula Thula constataron entonces el último hecho increíble que la historia de amistad inquebrantable de Lawrence con sus elefantes iba a deparar.

Se da la circunstancia de que el propio naturalista había decidido con gran pesar separarse un poco de sus queridos elefantes para evitar que la cada vez mayor afluencia de turistas y visitantes a la reserva les importunara o afectara. Por ello hacía meses que había reducido su contacto con ellos y los había dejado vivir libremente en las zonas más remotas de la reserva, más al abrigo de los humanos.

Sin embargo esa noche, la manada al completo, que llevaba meses sin ser vista en las cercanías, se acercó hasta el mismo jardín de la casa y allí se quedaron durante dos días completos. Para la familia de Lawrence Anthony, aquello solo tenía una interpretación posible, los elefantes estaban velando y dando el último adiós a su amigo humano. Cómo lo habían intuido siempre será un misterio, pero para su viuda no hay la más mínima duda de que eso es lo que hicieron los fieles paquidermos en esas tristes horas.

Posteriormente, un mes después, Graham Spence publicó como homenaje a su amigo “The Last Rhinos”, el libro que ambos habían creado y que sirvió para concienciar a la gente en la protección de estos también magníficos y amenazados paquidermos.

Hoy en día, el legado de Lawrence Anthony sigue vivo y sus sucesores continúan su labor. Los descendientes de los elefantes originales siguen viviendo en la reserva. Nadie en todo el territorio ha olvidado al hombre que susurraba a los elefantes y su mágica relación con ellos.

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